Esta plaza fue el centro de un barrio prehispánico dedicado a la alfarería. A lo largo del virreinato se le conoció como Plazuela del Jardín, hasta que parte del viejo mercado del Baratillo, errante, logró establecerse allí: su nombre, Baratillo, lo obtuvo de una sección del tianguis que se instalaba en la Plaza Mayor (Zócalo) desde el siglo XVI. En él se vendían tanto artículos averiados por los viajes a través del Atlántico (“mercado de averías”) como objetos de segunda mano que los vecinos subastaban o intercambiaban. Al ser expulsado del Zócalo, el Baratillo se instaló en la Plaza del Factor, de donde fue nuevamente echado en 1856 para construir ahí el Teatro Iturbide (donde actualmente se halla la ex Cámara de Diputados). La Plaza de Baratillo fue rebautizada Plaza Garibaldi en 1921, como homenaje a un combatiente maderista de la Revolución Mexicana.

Desde los años veinte, la plaza comenzó a atraer mariachis y cantinas, actividades reforzadas diez años después, cuando el presidente Abelardo L. Rodríguez instituyó la charrería como recreo nacional. La reciente remodelación de Garibaldi es una de las mayores por las que ha pasado el lugar. El Museo del Tequila y el Mezcal, la escuela para mariachis y la restauración de los edificios y callejones aledaños parece ser el inicio de una nueva función en su larga historia.

Además de la tradicional oferta de mariachi (incluida la agrupación femenina de mariachi), la Plaza ofrece otros géneros musicales, como los Tríos, Son Jarocho, Música Norteña.


Esta iglesia fue creada en 1568 para asistir a la Catedral Metropolitana con la población blanca, mestiza y castas, a la que tenía bajo su jurisdicción. Su construcción y mantenimiento fueron financiados por la cofradía de Santa Catarina Mártir, hasta que en el último tercio del siglo XVIII fue proclamada parroquia. Su advocación a la teóloga y mártir Catarina, patrona de la Real y Pontificia Universidad de México, la convirtieron en titular de una élite culta.

Uno de los privilegios que distinguió a la parroquia fue ser sitio de reposo de la Virgen de Guadalupe cuando se le trasladaba del Tepeyac a la Catedral Metropolitana, recorrido que solía hacerse en tiempos de epidemias, tormentas o ruegos para evitar calamidades. Su construcción y retablos barrocos fueron remodelados con un estilo neoclásico hacia mediados del siglo XVIII.

Por su jerarquía y ubicación geográfica —al comienzo del Camino Real, hacia el norte y noreste, y en línea recta hacia la Catedral—, en el templo y la plaza de Santa Catarina se iniciaban diversos festejos que se celebraban en la capital. Hasta las primeras décadas del siglo XIX, en su plaza se instalaba semanalmente un mercado, y hasta 1810, antes del movimiento de Independencia, se montaban espectáculos para dar la bienvenida a los virreyes o festejar a la Real Universidad con sedas colgantes, lienzos coloridos, mascaradas y guardias montados.


República de Nicaragua, esq. República de Brasil

Con un pasado que se remonta varios siglos atrás, este recinto sigue siendo considerado mundialmente como un emblema de nuestra música vernácula.


La vida en esta ciudad puede ser extenuante en muchos sentidos. Pero todo cambia al entrar a la Plaza Garibaldi, especialmente en sus noches. Funciona como centro de reunión desde épocas virreina- les y fue conocida con los nombres de Plazuela Jardín, El Baratillo y Plaza de Santa Cecilia —la patrona de los músicos— hasta que en 1921 se le dio su nombre en honor al unificador de Italia, quien vino a México a pelear al lado de las fuerzas encabezadas por Francisco I. Madero.

En este sitio se conjugan muchas energías, pero el medio por el que todas se propagan es la música. A ella le debe este lugar su vida, desde hace casi un siglo. También a la inversa: el género popular que más la caracteriza, el mariachi, solidificó su reputación al interior de su perímetro.

Cuando esta música no era más que un fenómeno local jalisciense, el fundador del Tenampa, una cantina que por entonces apenas empezaba a atraer a algunos curiosos, decidió que en ese lugar los capitalinos encontrarían los encantos de la música local de su pueblo, Cocula, reputado como «la cuna del mariachi», aunque investigadores como el antropólogo Jesús Jáuregui han aclarado que los orígenes y la evolución de este fenómeno han sido más complejos.

Juan Indalecio Hernández Ibarra comenzó a invitar a los primeros conjuntos musicales que tuvieron renombre más allá de las fronteras de Jalisco. En esa generación de clientes del Tenampa se cuentan los primeros que conocieron el placer de llorar o envalentonarse bajo los efectos mezclados del tequila y las canciones vernáculas. Por aquellos años alrededor de la plaza había sobre todo viviendas y algún expendio de pulque.


La historia del mariachi como uno de nuestros estilos musicales más emblemáticos corre pareja con la de la Plaza Garibaldi. Pero hubo otro elemento que coincidió: el cine de la Época de Oro y sus personajes que arriesgaban todo por una mujer y que jamás se arredraban ni ante el riesgo de muerte. El ascenso del charro como protagonista de nuestras épicas tuvo como resultado un desfile de valientes de carne y hueso que iban en busca de replicar sus ademanes y estrategias. Garibaldi, el lugar que ya se daba a conocer como la base de operaciones de los mariachis, comenzó a recibir a todos ellos: los que buscaban reconciliarse con su pareja, otros que esperaban persuadir a la recién cortejada y los que sólo querían gritar su amor a mayor volumen o con un timbre distinto. Todos ellos ansiosos de encarnar a Pedro Infante, Javier Solís o Jorge Negrete.


La historia del mariachi como uno de nuestros estilos musicales más emblemáticos corre pareja con la de la Plaza Garibaldi.


Las películas de la Época de Oro dieron forma a lo que hoy parece casi una mitología que rebasó los límites de nuestro territorio. México se volvió una tierra que atrajo a muchos de los artistas clave de la primera mitad del siglo pasado. Esta peregrinación no tuvo un solo destino, pero la Plaza Garibaldi estuvo cerca de ser su centro neurálgico. Esta plaza, en especial el Tenampa, acogió algunas de las mejores parrandas de gente como León Trotski o Antonin Artaud. También varios de nuestros ídolos más perdurables fraguaron sus 

rasgos aquí: José Alfredo Jiménez, Tito Guízar, Lucha Reyes y Chavela Vargas, entre otros; además su vitalidad ha sido recogida en nuestra literatura, como en Agua quemada de Carlos Fuentes, por citar solo un ejemplo.

Hoy el cine mexicano es completamente distinto, pero el mariachi, instrumentos más instrumentos menos, persiste como una valiosa tradición sobre el suelo de Garibaldi, donde además se puede visitar el Museo del Tequila y del Mezcal, en donde es posible encontrar exposiciones, conferencias, tertulias y documentación sobre estos destilados tan representativos y también se brinda información sobre la propia historia del mariachi y del recinto que los acoge.

Si algún incauto pensara que el sitio es una vitrina para asomarse al pasado es porque jamás ha puesto un pie ahí: a medida que nuevos géneros han ganado espacio hasta conquistar el centro del país (o toda su extensión), los mariachis se han encontrado representados sobre la plancha de la plaza o en sus cantinas aledañas. Garibaldi, así, es un mapa o un reflejo fiel de la cultura popular y su música.

Recorrer la plaza durante las horas altas de la noche es escuchar un collage que sintetiza mucho de lo que ocurre en la capital, donde se dan la mano las tradiciones de varias regiones del país. Entre las notas dominantes del mariachi se cuelan las de los conjuntos norteños, las marimbas chiapanecas y los tríos románticos, y llegan hasta nosotros ecos de sones veracruzanos, cumbia, salsa y hasta cilindreros. A últimos años, incluso los sonideros han recorrido la periferia por los bares, cada vez más cerca de la fiesta principal.

Además del sabor local, los músicos son el principal producto de exportación de Garibaldi. A pesar de que vivimos en un momento que (casi) todo puede contratarse y recibirse sin salir de casa, incluidos mariachis, las visitas de quienes van en busca de un conjunto no han disminuido. Y es que tan solo deambular por esta plaza es una experiencia con valor antropológico y estético en sí mismo. Aunque si hay el añadido de uno o varios tequilas y, sobre todo, un con- junto que nos acompañe, ya podrá uno decir que no murió sin haber vivido una noche en Garibaldi.